No es del todo correcto, a mi entender, que las encuestas electorales de las últimas fechas anuncien el fin de las mayorías absolutas. De hecho, de las diez legislaturas habidas en democracia, sólo en cuatro de ellas se dieron gobiernos apoyados en una mayoría absoluta parlamentaria (dos para PP y dos para PSOE), o cinco si aceptamos como tal los 175 diputados socialistas de la IV legislatura (1989-1993) por la inasistencia al Congreso de los electos batasunos.
Lo que parece otearse en el horizonte de esos sondeos, de hacerse realidad en las urnas, es realmente una “redistribución” de los votos de los españoles: donde antes repartíamos entre dos, ahora vamos a repartir entre cuatro. No en vano un vistazo a nuestra historia parlamentaria nos muestra que desde 1982, y excepto en aquella IV legislatura, en todas las ocasiones PP y PSOE han sumado más del 80% de los votos en las urnas y obtenido más de cuatro quintas partes de los escaños en el Congreso de los Diputados. Ninguna otra fuerza de implantación nacional, excepto los comunistas por sí solos o en la coalición IU, con resultados desiguales entre el 3,77% y el 10,77% (entre 2 y 23 diputados) o las ya extintas formaciones UCD y CDS, ha obtenido nunca más de un 5% de apoyo en votos en unas generales.
Y en este escenario, hay que recordar ninguno de parlamentos españoles sin mayorías absolutas ha conocido gobiernos de coalición, sino minoritarios con apoyos puntuales a precio de ir abonando fuerzas nacionalistas que, hoy más que nunca, han radicalizado su postura hacia independentismos cultivados en aquellos campos. Esa ha sido, ni más ni menos, la consecuencia de la falta de una cultura política del pacto entre diferentes: difuminar una identidad nacional ya de por sí manipulada y maltratada tras cuarenta años de dictadura.
Si las últimas encuestas se cumplen, ese aproximadamente 80% de voto popular se repartirá entre cuatro formaciones (PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos), con cifras que van, a fecha de hoy y en números redondos, desde el 26% la que más al 14% la que menos. Por ello, parece obvio el mensaje: lo que se acaba no son las mayorías absolutas, sino el bipartidismo absoluto, que es otra cosa.
Y es otra cosa porque si los resultados son como apuntan las encuestas, en España necesitaremos hacer lo que no hemos hecho nunca: gobiernos de coalición más allá de los simples apoyos puntuales en determinadas cuestiones. Y ello porque un gobierno que no sumara más de apenas una cuarta parte del apoyo expresado en las urnas estaría muy lejos de poder presentar un proyecto de país serio y coherente para todos. Un gobierno así estaría simplemente deslegitimado por sí mismo para intentar llevar su proyecto en solitario hacia delante.
La solución en términos democráticos, desde luego, no es falsear la voluntad popular, ya de por sí manoseada por la proporcionalidad de la Ley d’Hondt, como pretende el PP, otorgando artificiosamente mayorías absolutas a quien no las gana en las urnas. Lo que de verdad debiera estar por venir es la política con letras mayúsculas, la política del pacto, del consenso y de la búsqueda de encuentro entre formaciones distintas en sus planteamientos iniciales, pero que deben anteponer el interés general de toda una sociedad por encima de un interés partidista cuando éste, realmente, no tiene un apoyo numéricamente legitimante a su iniciativa en solitario.
En ese escenario se mueven ya las cuatro formaciones (IU parece limitarse a intentar salvar los muebles para no ser engullida por Podemos), con diferentes estrategias. El PP invoca al posible caos y al miedo al abismo para convencer a los españoles de que más vale malo conocido que bueno por conocer, enfrentado de perfil a sus propias corruptelas, ciertas o presuntas, y jugándoselo todo a una sola carta, la de la economía. Una carta que no termina de parecer realmente ganadora o que, en todo caso, no resuelve las tremendas consecuencias de los recortes en materia social de los últimos años. El PSOE, por su parte, sigue enfrentado a sí mismo y a la posibilidad de ser alternativa en su deriva interna de confusión y ruptura permanente, enfangado en su peor momento histórico en cuanto a apoyo popular y jugando a intentar ganar el electorado de centro al tiempo que mantiene romances interesados con nacionalistas cada vez más crecidos y radicalizados, sin saber mantener un modelo de Estado y un discurso coherente para toda España.
Y aquí es cuando los partidos Podemos y C’s aparecen, aunque con maneras diferentes de hacer las cosas, porque donde Podemos pretende revolución, C’s propone reforma. Ambas formaciones se alejan, teóricamente, de posiciones dogmáticas e ideológicas, aunque es evidente que Podemos se ha alimentado de la crisis de IU y de sectores a la izquierda del PSOE. Podemos no busca pactos, sino, como ellos mismos han dicho, el gobierno de la gente frente a la casta. O ellos o nadie, porque o se es gente, como ellos, o se es casta. Y a ésta hay que, simplemente, excluirla de la ecuación política. El problema es que Podemos ha creado un proyecto que se les deshace a sus propios inventores entre las manos, cuando no han podido ponerlo en marcha, o cuando ni siquiera la experiencia griega les sirve ya de modelo. De hecho, no andaban por ello muy desencaminados cuando ocultaron sus siglas tras otros nombres de plataformas y partidos instrumentales, en las elecciones locales y autonómicas de mayo pasado, precisamente para intentar desvincularse de sus contradicciones en las políticas más cercanas a los ciudadanos, terminando sin embargo por construir un partido de estructura tan férrea como el que más.
C’s no se ha ocultado bajo ningún nombre y, según dicen, está pagando en los sondeos esa política de pacto y consenso que ha llevado a permitir gobernar a PP en Madrid y a PSOE en Andalucía, por ejemplo. Eso mismo que han hecho (hemos hecho), en tantas localidades españolas. Pero en eso se demuestra justamente la voluntad por buscar los cambios internos en los otros partidos que nos sirvan a todos, en provocar la regeneración democrática desde abajo, desde los propios actores, las formaciones políticas, y no sólo desde los gobiernos, en priorizar personas y proyectos frente a ideas y doctrinas. Para eso se ha roto un tabú: pactar con unos o con otros, con quienes, según el caso, garanticen democracia, derecho y estabilidad, y, sobre todo, una idea del país, de la España que queremos. Las líneas rojas están para C’s en la corrupción política y en el nacionalismo excluyente. Todo lo demás es discutible, negociable y puede, y debe, ser consensuado con quien ofrezca mayor dosis de sentido común y de coherencia en política, lo que sólo puede convertirse en mayor bienestar social con una decente gestión de lo público.
Por eso C’s puede, y debe, en su caso, hablar y pactar con PP y con PSOE, cuando estos partidos cumplan con la regeneración que los españoles exigen y respeten la propia idea de España, sin estridencias ni patrioterismos. C’s está preparado. La cuestión es si lo están PP y PSOE, más allá de eventuales coyunturas electorales.